Entre risas y escaleras (Relatos hilvanados 2)
- Roberto Rey

- hace 3 días
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Actualizado: hace 2 días
Mi padre nació en La Habana (Cuba) y mi madre en Las Palmas de Gran Canaria aunque para desgracia mía no se me nota esa rica ascendencia atlántico-caribeña. Él, doce años mayor que ella, era un cubano atractivo, de piel blanca y ojos azules, rasgos heredados sin duda de la influencia celta de sus ancestros. Sus padres (mis abuelos) emigraron desde Trabada (Lugo) a La Habana, donde nacieron sus cinco hijos todos varones.
Mi madre era guapa, delgada, lista y con un temperamento fuerte. Se casó profundamente enamorada de mi padre quien la había deslumbrado con su sonrisa de dientes blanquísimos y esa mirada pícara que escondía detrás de unos ojos claros.
Yo nací un diez de agosto, allá por la mitad del siglo pasado en la calle Menorca, en casa de unos amigos de mis padres quienes, a la postre, serían mis padrinos. Tras llegar a Madrid, aquel piso cerca del parque de El Retiro, servía de refugio temporal a mis padres mientras encontraban donde asentarse.
Mi madrina era argentina y realmente bella, mi padrino era cubano y no le iba a la zaga a su mujer en atractivo. Tuvieron cuatro hijos, todos chicos, a los que siempre consideré mis primos aunque técnicamente no lo fueran.
El santoral quiso que yo naciera en el que se dice que es el día más caluroso del año, por celebrarse la onomástica de San Lorenzo diácono y mártir quien fue quemado en Roma, en una parrilla el diez de agosto del año 258 de nuestra era y de quien cuenta la leyenda que en medio del tormento dijo: asado está, parece; gíralo y cómelo. Todo un carácter... Naturalmente, no recuerdo el calor del día que nací, y mi madre tampoco; en mi caso por razones obvias, en el suyo porque estaba ocupada en otros menesteres. Hay que señalar que en aquella época se paría en las casas, a lo vivo y con la asistencia de una matrona y alguna amiga o familiar que se prestase a colaborar y no se desmayara en el intento.
Soy el segundo de cuatro hermanos. Cuando vine a este mundo me encontré con un hermano año y medio mayor que yo y que resultó ser un tipo brillante y al que como dictaba la tradición, al ser el primogénito, se le había puesto el mismo nombre que tenía nuestro padre. A mi me pusieron el nombre de un hermano menor de mi padre, que habría sido mi tío si no hubiera fallecido cuando apenas contaba con trece años de edad; mucho antes de que yo naciera. Decían que murió de tristeza tras la repentina muerte de su madre —mi abuela—, quien falleció en el barco que los traía de vuelta de La Habana, justo cuando ya se divisaba la costa gallega; por lo que no desembarcó con vida.
El niño no pudo superar la enorme amargura que le produjo la pérdida de su madre por la que sentía verdadera adoración; falleciendo pocos meses después. Dicen que su pena era tan profunda que ni el tiempo, ni los juegos infantiles, lograron distraerlo del hueco inmenso que dejó la partida de su madre. ¿Se puede morir de pena? Quizá si. Y más cuando se es de temperamento melancólico y de salud frágil.
Después de mi, vinieron dos niñas; una cuando yo tenía seis años y la pequeña (de la que siempre sospechamos que había venido sin querer) cuando ya contaba quince.
Así que mi lugar en la familia quedó definido como sigue: un hermano mayor ejemplar, buen estudiante y deportista; luego yo, que no destacaba especialmente en ninguna de esas dos disciplinas; después, una hermana inteligente, guapa y que le robó el corazón a nuestro padre y es que, además, estaba especialmente dotada para el baile, (talento heredado del propio progenitor, quien en sus años mozos había sido bailarín profesional). Tal era su don, que a los trece años obtuvo el título de Danza Clásica Española, arte que practicaba desde los tres.
Y por último la pequeña que acaparó el cariño y la atención de todos -como no podía ser de otra manera- porque era un sol de niña. Además, fue realmente precoz para hablar: con apenas quince meses ya hilaba frases con una elocuencia casi comparable a la de doña María Moliner...
¿Qué podía hacer yo entre tanto hermano ilustre para encontrar mi sitio? ¿Y, sobre todo, para lograr la atención de mis padres?. Pues ser diferente y buscar mi propia identidad aunque, ahora que echo la vista atrás, mi pregunta es, ¿tanto...?
Algunos fines de semana mis padres, tíos y padrinos solían reunirse para merendar y pasar la tarde en casa de alguno de ellos. Los hombres se acomodaban en torno a la mesa del salón -o del cuarto de estar, como solía llamarse- y hablaban de trabajo, coches, fútbol y temas por el estilo. Las mujeres, por su parte, se retiraban a otro rincón del salón, o a otra habitación si no había separación suficiente, para charlar de sus cosas.
En aquellos tiempos a los niños se nos decía que no hiciéramos lo que mejor sabíamos hacer: molestar. Así que buscábamos la mejor forma de pasarlo bien sin interferir en las conversaciones adultas, por la cuenta que nos traía. La sobreprotección que soportan los niños en la actualidad por parte de unos padres titubeantes que temen que se pueda quebrar algo en el interior de su progenie, estaba lejos de cualquier pensamiento.
Si hacía buen tiempo, después de merendar, los niños nos íbamos a jugar a la calle pero si llovía o hacía demasiado frío nos quedábamos en la casa a jugar a lo que fuera, incordiando lo menos posible a los adultos por nuestro propio bien.
Nunca supe (sigo sin saberlo) de qué hablaban las mujeres cuando se reunían, lo que si tengo es el nítido recuerdo de que no cesaban de reír. En cambio, ese jolgorio rara vez se escuchaba en el rincón colonizado por el elenco masculino. Desde que era apenas un crío, una fuerza sutil me atraía hacia el universo femenino; ese territorio misterioso y evocador que siempre me pareció más luminoso que el mío. Ellas embellecen cuanto rozan, su aroma es diferente, como si llevaran consigo la fragancia de lo eterno. Tienen una mirada limpia que no observa, sino que comprende. Su intuición parece dictada por las estrellas, y hablan de los asuntos del alma, como quien conoce sus pasadizos secretos.
Tan es así, que en aquellas inolvidables tardes de domingo, cuando la casa se llenaba de risas y juegos, yo fingía torpeza para caer eliminado pronto del juego de turno. Las burlas del resto de la chavalería no me dolían; eran el precio por acercarme, con la esperanza de que nadie lo notara, al rincón donde ellas conversaban. Me atraía ese refugio secreto, ese universo maravilloso que parecía hecho de intuiciones, confidencias y magia.
Sin embargo, y a pesar de mis esfuerzos por invisibilizarme, mi éxito era escaso ya que inmediatamente escuchaba la voz de alarma de alguna de ellas para advertir de mi presencia al resto con frases como: ¡hay ropa tendida!, o ¡hay moros en la costa!
A partir de ese momento callaban mientras varios pares de hermosos ojos se clavaban en mi. Yo miraba hacia arriba, ponía cara de inocente, les regalaba mi mejor sonrisa y con sinuosidad gatuna y una notable sensación de fracaso regresaba reptando con el sigilo de una hormiga que quiere evitar ser pisada, a donde se hallaba el resto de los niños.
En general, podría decirse que tuve una infancia feliz aunque estuvo salpicada por algún suceso extraño que ocurría a mi alrededor. Entre los seis y los diez años fui a una escuela que había enfrente de mi casa (mis padres habían encontrado un piso de alquiler en la calle Jorge Juan, al lado de la Casa de la Moneda y frente al que hoy se conoce como Movistar Arena y que entonces conocíamos como Palacio de Deportes o simplemente, El Palacio).
La escuela contaba con una única profesora, una mujer cincuentona, viuda y que tenía una acusada expresión de tristeza en los ojos a pesar de que quedaban casi ocultos detrás de unas gafas de gruesos cristales que anunciaban abundancia de dioptrías. Por el barrio se comentaba que su melancolía era debida a que años atrás se había casado y su marido se ahogó en una playa del Mediterráneo mientras disfrutaban de su luna de miel. En menos de una semana, la que años después sería mi primera maestra, había pasado por los tres estados que marcan la vida de toda persona es decir: soltera, casada y viuda (por entonces el divorcio era una de las muchas cosas que nos tenían prohibidas con el fin de preservar intacta nuestra inocencia..).
Por propia decisión, mi profesora no volvió a entregar su corazón a hombre alguno y se dedicó en cuerpo y alma a la enseñanza. Obtuvo las licencias necesarias y estableció una escuela en su propio domicilio que habitaba junto con una hermana soltera que hacía las funciones de bedel, al mismo tiempo que se ocupaba de las labores domésticas.
Su casa era un piso de tamaño mediano ubicado en los bajos de un edificio, al que se accedía directamente desde la calle descendiendo unas escaleras que, a ojos de un niño, parecían interminables. Tanto la profesora como su hermana nos repetían constantemente que las bajáramos despacio. Sin embargo, cuando los alumnos salíamos en tropel de clase, no sólo no nos pedían que no corriéramos al subir las escaleras sino que creíamos percibir cierto alivio en sus rostros al perdernos de vista por unas horas.
Nada más salir a la calle, los chicos nos dedicábamos a competir por ver quién llegaba más lejos orinando. Siempre apuntábamos hacia la carretera. Nunca en la acera. Teníamos nuestro propio código ético: éramos salvajes, si, pero con principios.
Allí instaló su escuela que contaba sólo con un aula habilitada en un amplio salón-comedor en el que había una gran mesa ovoidal que acogía a los catorce o dieciséis alumnos que la llenábamos cada día. Dos ventanas ubicadas en lo alto, a ambos lados de la puerta de entrada, nos permitían ver el calzado y las piernas de quienes caminaban por la calle.
En aquella pequeña y entrañable escuela aprendimos a leer, escribir, y los fundamentos de matemáticas, geografía, historia, religión; de todo un poco...
Nuestra maestra era estricta en asuntos tales como la puntualidad y los buenos modales, pero más aún con la idea de que fuéramos amables los unos con los otros. No toleraba los malos modales ni las peleas. Era paciente, cercana y afectuosa, pero como su paciencia también tenía un límite que los niños buscábamos con ahínco, de vez en cuando lanzaba algún grito que nos paralizaba como si apretara un botón invisible: funcionaba al instante.
Siempre pensé que el destino había sido cruel con ella. A mi entender infantil, había privado a algún niño de la fortuna de ser hijo de quien, sin duda, habría sido una excelente madre. A ella le había hurtado el inmenso placer de verter su amor sobre los hijos que nunca tuvo.
Nosotros, sus alumnos, le habíamos tomado cariño. Pero como ocurre en toda comunidad infantil, también había alguno que recelaba de ella y la criticaba de manera inclemente cuando no estaba presente. Nunca me gustó escuchar comentarios despectivos sobre personas ausentes. Pero si esos juicios se dirigían hacia una mujer, la incomodidad se transformaba en una punzada más profunda.
Una mañana, estábamos agolpados frente a la puerta del colegio, formando la típica turba impaciente de cada día. Vociferábamos, empujábamos, lanzábamos codazos y patadas, con el único fin de hacernos fuertes en la puerta y entrar los primeros.
A decir verdad, no existía razón alguna para querer entrar en primer lugar ya que nuestro sitio en el aula era siempre el mismo durante todo el curso pero los niños (las niñas solían quedarse al margen de esas pendencias), teníamos la necesidad de competir por las cosas más pueriles que uno pueda imaginar.
Ese día, logré hacerme con el segundo puesto de entrada. Pero lejos de sentirme satisfecho, me invadió la frustración ya que había luchado con todas mis fuerzas por quedar el primero. Aunque lo peor no fue eso, sino que quien estaba delante de mi, era justamente el niño que hablaba mal de la profesora y cuya presencia me resultaba francamente molesta.
Allí estábamos, jadeantes, sudorosos, respirando en la nuca del compañero y mirando de reojo para evitar que alguien se colara. Las niñas, como dije, se mantenían aparte mientras hacían comentarios sarcásticos riéndose de nuestra desesperación.
Por fin oímos los pasos de la hermana de la maestra subiendo la escalera. Cuando abrió la puerta y vio aquel amasijo humano, serpenteante a causa de las acometidas de los niños que estaban más atrás en la fila, gritó lo de siempre: que guardáramos silencio, dejáramos de empujar, bajáramos en orden y terminó con una frase muy suya que no era otra que ¡a ver si podemos empezar bien el día!
El orden tan esforzadamente conquistado se respetó. Entramos de uno en uno, yo detrás del primero. Entonces sucedió... el niño que iba delante de mi dio un traspié y rodó por las escaleras como una marioneta desmadejada, su cuerpo rebotando en los escalones. La escena apenas duró unos segundos y se produjo en medio de un silencio estremecedor. Ni un grito, ni siquiera del niño que caía. Sólo el sonido sordo de huesos frágiles contra piedra.
La profesora que en ese momento estaba entrando en el aula, lo único que pudo hacer fue mirar con los ojos desorbitados y la boca abierta la impactante escena. Llevaba unos folios para repartir en clase que se liberaron de sus dedos y flotaron en el aire como aves desconcertadas, hasta posarse suavemente sobre el suelo.
Yo no me moví. Nadie lo hizo. A pesar de lo turbador de la escena, algo dentro de mí vibró de forma inesperada; no pude evitar sentir cierta fascinación por lo que acababa de suceder.
Siempre pensé que aquella mañana ocurrió algo extraño. Nadie lo vio. Nadie lo oyó. Pero yo estaba justo detrás. Muy cerca. Tanto que… quizás bastó un roce. Una leve presión. Tal vez fue nada.
Naturalmente, ese día se suspendió la clase. El niño fue llevado a un hospital y después de un tiempo nos enteramos del alcance de la caída; además de la rotura de algunos huesos y golpes en la cabeza de los que pudo recuperarse, había sufrido un serio daño medular por las lesiones producidas en su zona dorsal lo que le causó la pérdida de sensibilidad y de la capacidad de mover la parte inferior de su cuerpo. Diagnóstico médico: paraplejia.
Nunca volvimos a saber de él ya que tuvo que cambiar de escuela porque pasó a depender de una silla de ruedas para toda su vida.
Desde ese día, nadie volvió a hablar mal de la profesora.


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