Relatos hilvanados...
- Roberto Rey Camacho
- 3 feb
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 27 abr
Sic transit gloria mundi
El origen de esta frase se encuentra en el libro titulado “Imitación de Cristo”, escrito por Tomás de Kempis a principios del siglo XV. Su significado literal es “así pasa la gloria del mundo” y viene al caso para señalar lo efímero de los triunfos y que nada en esta vida es permanente. Pero sobre todo, para bajar a la tierra a los egos desmesurados.
Quizá porque tuve una infancia feliz, cuando era joven me creía inmortal aunque esto requiere cierta explicación y no era que pensara que no iba a morir nunca, mi estupidez no alcanzaba tan altas cotas, sino que aquellas cosas malas, o peores, que ocurrían a mi alrededor o que me contaban que le habían sucedido a conocidos comunes, estaba convencido de que a mi no iban a pasarme jamás.
El paso del tiempo ha demostrado mi error de juventud porque sí, he sufrido cosas malas, algunas hasta peores, pero nada que no pudiera superar, porque si la vida te diera algo que no lograras soportar es sabido cual es la alternativa. La buena noticia es que nada es para siempre por lo que las malas rachas también pasan. Naturalmente, esto tiene una contrapartida y es que esa impermanencia a la que alude el primer párrafo de este relato, alcanza también a aquellas cosas buenas que te regala la vida, por lo que no es aconsejable apegarse al bienestar que proporcionan ya que tarde o temprano, y siempre nos parecerá demasiado temprano, de igual modo, se esfumarán.
Después de haber dado muchas vueltas al sol, he llegado al convencimiento de que cuando las cosas te vayan bien debes disfrutarlo pero siendo consciente de su finitud; porque si te aferras a ello y deseas que perdure lo pasarás mal. Por otro lado, en los malos momentos, siempre podemos gestionar nuestro sufrimiento para tratar de mitigarlo porque, como dijo Buddha, la tristeza es inevitable pero el sufrimiento no, o casi.
Uno de los secretos para ser feliz consiste en no tomarse la vida con excesiva solemnidad. Oscar Wilde decía que la vida es demasiado importante como para tomársela en serio.
Yo hago lo que dice esta brillante frase. Aunque comprendo que para ver la vida como yo la veo, hay que estar hecho de una pasta especial, y yo estoy hecho de esa pasta. Es decir, no me tomo en serio ni a mi mismo.
Cuando eres un bebé no te das cuenta de que eso que te sigue a todas partes eres tú mismo, al fin y al cabo no te has visto nunca. Posteriormente eres consciente de ese hecho y ya de adulto adquieres la certeza de que puedes escapar de todo menos de ti mismo por lo que, tal como yo lo veo, para tener una existencia llevadera debes aceptar lo que eres (por supuesto, siempre tratando de mejorar aquello en lo que creas que debas hacerlo) o al menos estar en paz contigo.
He conocido a mucha gente pero siempre he sido de tener pocos amigos. De aquellos que han sido mis amigos de toda la vida, la mayoría ya no están pero tengo algunos recientes que me enriquecen el alma. Siempre he considerado la amistad como un misterio. ¿ Qué hace que dos personas que no coinciden en casi nada sean amigos ? Imagino que la respuesta es que a pesar de que te conocen, te quieren y no intentan convencerte de nada pero, sobre todo, no tratan de cambiarte porque eso nunca funciona ya que en el caso de que quisieras hacerlo, esa prerrogativa te pertenece únicamente a ti.
El filósofo y escritor inglés Aldous Huxley, uno de los autores más inteligentes que yo haya leído nunca, dijo que al final de su vida había llegado a la conclusión de que la práctica espiritual más elevada consiste en ser amable con los demás.
Te quiero, gracias, perdona. Ya está, eso es todo. No es difícil.
El amor es anterior a la vida, posterior a la muerte, inicial de la creación y exponente de la respiración... Así comienza uno de los poemas más hermosos y conocidos de la poeta estadounidense Emily Dickinson.
Estuve casado cuarenta y seis años con una mujer especial y a la que una grave enfermedad apartó de mi. Su pérdida fue devastadora aunque conseguí superar el duelo en un tiempo prudencial para lo que tuve ayuda de gente cercana y querida. Mi maestra de reiki, quien además me ha regalado su amistad, también me ayudó en este difícil momento de mi vida. Me dijo muchas cosas, algunas maravillosas. Una de ellas fue que mi mujer se encontraba muy lejos pero que un hilo indeleble nos mantendría unidos para siempre.
La muerte es parte de la vida y una certeza pese a que vivimos de espaldas a ella. No se presenta demasiado pronto aunque tendemos a pensar que si. Viene cuando tiene que venir. Mi consuelo es saber que no es el final.
Cuando morimos, lo que sigue es nuestro cuerpo energético y su gama de frecuencias enriquecidas por todas las experiencias vividas y por aquellas personas con las que nos hemos relacionado. No se en qué dimensión ni en qué estrella ni con qué aspecto pero sé que volveremos a encontrarnos.
Era morena, delgada, fibrosa y extraordinariamente atractiva. Desprendía un acusado magnetismo, esa clase de personas que formando parte de un grupo todas las miradas se dirigían a ella. Era lista, mucho y tenía temperamento, demasiado. Tenía defectos pero no los recuerdo. Poseía una intuición poco común y una notable fortaleza física y mental.
Una de las decisiones más importantes que se toman en la vida es la de comenzar una relación en pareja. En esto siempre son ellas las que eligen, nosotros, con un poco de suerte, somos elegidos. Quien no lo vea así, es porque todavía no se ha dado cuenta. Yo fui afortunado.
De su excepcional intuición tengo varios ejemplos, pero sólo citare uno: el 20 de agosto de 2008 fuimos a Las Palmas de vacaciones. Algún tiempo antes estaba comprando los billetes de avión por Internet y había elegido uno que despegaba de Madrid Barajas a las 14,20 horas. Antes de darle al clic le consulté a ella la idoneidad de la hora de salida y me sugirió que dado que en Canarias era una hora menos que en la península, tomáramos el vuelo anterior para llegar a un hora a la que todavía pudiéramos comer en el hotel ya que habíamos contratado media pensión y la comida estaba pagada igualmente. Por supuesto le hice caso.
El vuelo que yo había seleccionado y que cambié siguiendo sus indicaciones era el número 5022 de Spanair que se estrelló a los cuatro minutos de despegar del aeropuerto de Madrid. Su sentido del ahorro o sus poderes (como dicen nuestros hijos) probablemente nos salvaron.
Tengo varias pasiones: mis hijos (y por ende mis cuatro nietos), el cine, la literatura y la música.
De mis hijos comentaré que tengo tres y la inmensa ventura de que hayan salido buenas personas y generosos. Los tres se fueron pronto de casa, quizá demasiado. Primero el mayor, posteriormente el mediano y por último la niña que es la pequeña. Sé que el amor debe ser desprendido y el amor paterno más pero la sensación de tristeza que me invadía cada vez que uno de ellos levantaba el vuelo sólo se explica porque en mi egoísmo de padre los quería tener siempre conmigo.
Cuando era niño, mis padres me llevaban al cine junto con mis tres hermanos. Sigo yendo y cada vez que me siento en la butaca de una sala de cine, por supuesto sin palomitas, ante mi se abre una rendija que anticipa felicidad o diversión (o las dos cosas) y me adentra en un mundo mágico donde mi capacidad de disfrute e incluso de sorpresa todavía sigue intacta.
Una parte del cine que siempre me ha parecido sustancial son las bandas sonoras. La música que forma parte de cada película no es sólo un aderezo o un acompañamiento, es lenguaje cinematográfico en sí. Ésta comenzó a llamar mi atención a raíz de ver “La Muerte Tenía un Precio”, estrenada en España en 1966 y cuya música fue compuesta por el maestro Ennio Morricone y era diferente a todo lo que yo había escuchado hasta entonces. De hecho, fue el primer disco de una banda sonora que compré. Posteriormente vinieron algunos más.
Leo libros desde que me alcanza la memoria. Novelas o ensayos indistintamente aunque adoro la ficción. La literatura me hace vivir muchas vidas y viajar a lugares remotos o imaginarios. Hay libros que me hacen disfrutar de tal manera que al contrario de lo que suele hacerse, los leo despacio para retrasar su finalización. La pena es que me iré de este mundo sin haber leído todo lo que me gustaría.
La música clásica (o erudita) es capaz de colmar mi gastado corazón. Hay obras que consiguen emocionarme hasta hacer vibrar dentro de mi alguna fibra que no soy capaz de identificar.
En el año 1965 yo tenía quince años de edad, una tarde llegué a casa y mi hermano mayor tenía puesto un disco de The Beatles, la canción que sonaba era “She Loves You”. Miré la foto de portada del disco y vi a cuatro tipos pegando un salto inverosímil sobre lo que parecían unos escombros de ladrillo. Por supuesto, no tenía ni idea de quienes eran esos melenudos (como los llamaba mi querida madre) pero desde ese día algo cambió en mi.
Comencé a interesarme por el idioma ingles (en aquella época el idioma obligatorio en el bachillerato era francés), me apunté a clases de solfeo que entonces impartían en los bajos de un lateral del Teatro Real de Madrid, aprendí a tocar la guitarra y junto con mi queridísimo y añorado amigo (un tumor cerebral canalla pudo con él no hace mucho) formamos una banda de rock compuesta por cuatro miembros en la que estuvimos haciendo bolos por parte del país durante un tiempo. Nunca olvidaré aquellos maravillosos años.
Mi hija dice que no podría vivir sin música, yo tampoco. Amo a los Beatles y, por extensión a muchas de las bandas y solistas que han ido viniendo después. L. V. Beethoven cambió la música para siempre, los Beatles también. Después de uno y de otros, la música no fue la misma y agradezco haber sido coetáneo al menos de los segundos y haberlo vivido con la intensidad con la que lo hice y mientras estaba sucediendo. Uno y otros y muchos músicos más que sería prolijo citar, dan alegría a mi existencia.
Mi trayectoria profesional se ha desarrollado en tres sectores muy diferentes y por el siguiente orden: editorial, banca y en dos firmas de cazatalentos (o headhunting si se prefiere). Comencé trabajando durante siete años en una editorial en la que tuve una jefa y unos compañeros inteligentes, cultos y de una calidad humana excepcional. De ellos aprendí el verdadero sentido de valores tales como generosidad, empatía, compromiso, libertad, calidez humana y un amor por la lectura que aunque ya formaba parte de mi ADN, ellos me enseñaron a encauzar para disfrutarlo mejor. Yo era el más joven por lo que la mayoría ya no están. Los echo de menos, ellos hicieron de mi la persona que soy.
Una de mis responsabilidades era la de corrector de pruebas, por lo que pasaba mucho tiempo leyendo. Al principio actué como adjunto al responsable, que estaba a punto de jubilarse y fue quien me formó para al cabo de dos años reemplazarle. Hoy en día esta labor se cubre con tecnología digital o con inteligencia artificial pero hace cincuenta años la única inteligencia que allí utilizábamos para ese menester era la mía, fuera poca o mucha. Tuve la fortuna de conocer a personalidades tan relevantes como: Severo Ochoa, Francisco Ayala, Carmen Martín Gaite, Ramón Carande o José Luis Sampedro. De este último, asistía a sus seminarios de economía, aunque me enteraba de poco, sólo por escucharle, me tenía realmente fascinado.
Los diez años siguientes los desempeñé en el Servicio de Estudios Económicos de un banco mediano, familiar y muy rentable (hoy desaparecido). Mis compañeros eran jóvenes y divertidos, cada uno iba a lo suyo, eran gente sana, sin complicaciones ni dobleces y tenían una contagiosa alegría de vivir. Fueron buenos tiempos.
Al cabo de los años, el banco fue adquirido por uno de los grandes y ya nada fue lo mismo por lo que acepté una oferta de una multinacional norteamericana dedicada a una actividad (cazatalentos) desconocida para mi entonces. Mentiría si dijera que no me costó trabajo aceptar esta oferta porque entrañaba cierto riesgo dado mi desconocimiento del sector pero después de mucho pensarlo (diez minutos), la acepté y nunca me arrepentí.
Trabajé en esta firma durante catorce años. Era una actividad estimulante y diferente a todo lo que había hecho hasta entonces. Allí tuve como jefa a la que hoy es mi amiga con mayúscula y que conocía previamente de haber trabajado juntos en el banco. Ella y mi anterior jefa en la editorial son los dos mejores jefes (jefas) que yo haya tenido nunca.
Llegado a este punto, creo necesario explicar que dado que los jefes son inevitables, tenerlos buenos e inteligentes siempre ha sido fundamental para mi. Sólo les pido que me enseñen, me exijan y me den espacio. Si además tuvieran sentido del humor les daría las gracias todos los días.
El trabajo era absorbente y con altas dosis de estrés ya que había que gestionar y satisfacer a varios clientes muy exigentes a la vez en no mucho tiempo y por supuesto, ninguno sabía para qué otras compañías estaba trabajando al mismo tiempo que para ellos ya que, lógicamente, este dato era confidencial. En el otro lado, estaban los candidatos (directivos con alta reputación) que identificábamos, entrevistábamos y evaluábamos para ser presentados a cubrir aquellos puestos que nos demandaban nuestros clientes. Naturalmente, sólo presentábamos a aquellos candidatos idóneos para ocupar el puesto solicitado, y para los que el cambio de empresa fuera beneficioso tanto profesional como personalmente. En fin, este trabajo se ejecuta en medio de un equilibrio cuanto menos curioso.
En esta compañía dirigí un equipo de profesionales por primera vez en mi vida, y eran muy cualificados, aunque debería decir cualificadas ya que la mayoría eran mujeres que estaban radicadas en nuestras sedes de Madrid, Barcelona y Lisboa. ¿Por qué la mayoría mujeres? Sencillo; ellas poseen una elevada percepción, intuición y grandes dosis de sensibilidad para distinguir las habilidades (o no) de los candidatos que nos demandaban nuestros clientes. Aunque también contraté algún hombre para mi equipo porque consideraba que era bueno para el equilibrio del grupo.
En lo que se refiere a las mujeres que seleccionaba para trabajar conmigo, siempre las elegí mayores de treinta y tantos años de edad e idealmente con hijos. Esto era importante ya que yo necesitaba a mi lado profesionales sensatas y comprometidas, para las que el trabajo fuera una parte importante de su vida (pero no la única), y con la madurez suficiente como para soportar la presión. Precisamente, por sus circunstancias familiares, a estas mujeres el trabajo les otorgaba la oportunidad de ser ellas mismas además de la mamá de o la esposa de... Recuerdo que una de ellas durante la primera entrevista que tuvimos con el propósito de que formara parte de mi equipo, me dijo que estaba embarazada pero que estaba muy interesada en trabajar con nosotros. Me pareció tan adecuada que aún así decidimos contratarla. Siempre nos lo agradeció y el tiempo demostró que no me equivoqué ya que llegó a ser una de las mejores de mi equipo.
Al cabo de los años y cuando notifiqué que me iba de la compañía, me dijo que yo era el mejor jefe que había tenido nunca. Mentiría si dijera que no me sentí halagado al escucharlo, pero seguro que esa alabanza era inmerecida. Imagino que lo dijo porque siempre las traté con un enorme respeto y una alta exigencia y probablemente también porque soy una persona de trato fácil y, como comentaban entre ellas, soy de fiar porque se me ve venir y esto a una mujer le da confianza.
Me fui de esta sociedad porque, a pesar de que el trabajo me llenaba, ya no era feliz allí debido a que se había ido incorporando una nueva hornada de gente en diferentes departamentos, que trajo un estilo nuevo que no iba conmigo. Mi jefa y amiga había dejado la compañía a los cuatro años de mi incorporación y aunque esto me supuso una promoción ya que la sustituí, ya no me levantaba por las mañanas con ilusión por ir a trabajar. Cuando dejé esta compañía yo tenía cincuenta años de edad y acepté encantado una oferta que recibí de una empresa de la competencia, pero de ámbito local.
Esta nueva empresa fue la ultima en la que trabajé ya que me prejubilé al cabo de trece años. Estuve contento allí aunque sufrí cuatro anginas de pecho en dos meses por exceso de estrés según dijo el cardiólogo que me atendió, quien no encontró ninguna otra causa por la que me habían dado las anginas. Tan es así que me recomendó que cambiara de trabajo. Sólo cambié de actitud. Aquí no lideraba equipos ya que la estructura era más pequeña que en la firma anterior y trabajábamos cada uno en nuestros procesos, por supuesto colaborando siempre entre nosotros. Trabajando en esta compañía, tuve una de las experiencias más enigmáticas que haya vivido nunca y creo que merece la pena traer aquí.
En 2005 me pidieron que me desplazara a La Coruña por un par de meses, para hacerme cargo de un importante proyecto que había surgido allí. Alquilé un apartamento en una agradable zona, cerca de la sede de nuestro cliente y comencé a trabajar. Un día en el que había estado trabajando hasta tarde, llegué a mi apartamento al filo de la media noche, tomé algo y me fui a la cama. Producto del cansancio, pronto caí dormido pero súbitamente me despertó el sonido de una canción que venía del apartamento que estaba encima del mío.
Enseguida reconocí la canción que sonaba que era de una banda norteamericana, hoy desaparecida, llamada Credence Clearwater Revival. La canción en cuestión era “Bad Moon Rising”, una conocida canción de finales de los sesenta. Miré el reloj y era la 1,30h de la madrugada. Me sentí confuso y cuando estaba pensando en levantarme de la cama para subir y pedirle a mi vecino, con quien había coincidido hacía poco en el ascensor, que cesara la música, ésta dejó de sonar. Enseguida volví a dormirme hasta que sonó el despertador por la mañana temprano.
Al día siguiente había olvidado el incidente pero la Credence Clearwater Revival volvió a despertarme. Miré el reloj y era la 1,30h de la madrugada. Misma canción, misma hora. Esta vez, sintiéndome más molesto que confuso, decidí hablar seriamente con mi vecino pero cuando comenzaba a vestirme para subir a su casa, la música cesó así que decidí que lo mejor que podía hacer era hablar con él al día siguiente por lo que me dormí nuevamente. La mañana siguiente subí a su casa y llamé al timbre pero nadie contestó por lo que me fui a trabajar. Cuando regresé por la tarde, me encontré con el portero de la finca y le dije lo que ocurría pero cual no fue mi sorpresa cuando me dijo que mi vecino había fallecido la semana pasada en un accidente de tráfico.
Me quedé realmente consternado por tan triste noticia y sentí mucho su muerte. Algunas horas más tarde, cuando estaba en mi apartamento, escuché pasos en el piso de arriba así que decidí subir y llamé al timbre. Mi corazón perdió un latido cuando mi vecino abrió la puerta quien, viendo mi repentina palidez, me dijo que era su hermano (el parecido entre ambos era asombroso). Amablemente, me invitó a entrar y comentó que había ido a recoger algunas cosas. Le pregunté cómo había fallecido su hermano y contestó que había estado cenando con unos amigos. Al terminar la cena iba conduciendo el coche para volver a casa, cuando sonó su móvil que había dejado en el asiento del copiloto y cuando trató de alcanzarlo para contestar debió despistarse y su coche se estrelló contra un camión. Su muerte fue instantánea.
-¿Se sabe a qué hora ocurrió?, pregunté.
-Si, contestó, la policía en su atestado dijo que el alcance se produjo a la 1,30h. de la madrugada.
Temiéndome la respuesta le pregunté si sabía qué canción tenía su hermano como tono de llamada en su teléfono móvil...
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